¿Puede una pelota de Pong cambiar la historia de la inteligencia artificial?

¿Puede una pelota de Pong cambiar la historia de la inteligencia artificial? Pong, neuronas vivas y la loca idea del WETWARE

Una célula puede jugar Pong. 🎮 Sí, una célula. Y no, no es una metáfora. Tampoco es una escena eliminada de Black Mirror. Es real. Una pequeña red de células cerebrales humanas vivas cultivadas en una placa de Petri logró aprender a jugar Pong, el mítico videojuego de los años 70. No usaron mando ni teclado. Solo su propia red eléctrica natural y una conexión directa a un chip de silicio. Lo llamaron DishBrain. Y aunque suena a broma de ciencia ficción, es uno de los primeros pasos serios hacia un tipo de inteligencia artificial que no solo parece viva: lo está.

La primera vez que escuché esta historia pensé que alguien había mezclado mal los ingredientes de un cóctel entre neurociencia, Silicon Valley y Frankenstein. Pero luego descubrí que detrás del DishBrain no hay locos, sino científicos. Ingenieros y neuropsicólogos que decidieron cultivar 800.000 neuronas humanas sobre un chip, conectarlas a una computadora, y observar qué pasaba si las metían en una partida de Pong. Spoiler: lo jugaron mejor que tú y que yo.

El cerebro del abejorro que venció al silicio

Lo increíble no es solo que estas células respondieran al estímulo eléctrico como si fueran jugadores conscientes, sino que aprendieran a mejorar con cada partida. Cuando fallaban, recibían una ráfaga eléctrica desagradable, impredecible, casi como un castigo. Cuando acertaban, un estímulo suave y regular. En pocas palabras: recompensas y castigos. Lo mismo que usamos para entrenar perros, niños… y redes neuronales artificiales.

Pero también plantea algo aún más desconcertante. ¿Por qué decide un conjunto de neuronas sin cuerpo, sin cerebro, sin motivación aparente, que quiere evitar el caos y elegir la regularidad? ¿Qué las hace “preferir” un tipo de estímulo sobre otro? Algunos se amparan en el llamado principio de energía libre: la idea de que todo sistema vivo tiende a minimizar la sorpresa. Si algo puede ser predicho, puede ser controlado. Y si puede ser controlado, se puede sobrevivir.

“La biología quiere ganar porque odia la incertidumbre”.

No sé tú, pero a mí eso me suena peligrosamente parecido a la forma en que tomamos decisiones humanas. Como si, en lo más profundo, nuestras neuronas solo quisieran un poco de paz.

Más allá del Pong, menos allá del alma

Mientras DishBrain hacía su debut, otros laboratorios ya estaban preparando su entrada. Final Spark, una pequeña startup suiza dirigida por Fred Jordan, creó organoides cerebrales: pequeñas esferas de células vivas que también se pueden conectar a computadoras. Esta vez, con acceso remoto. Puedes ingresar desde cualquier parte del mundo a su Neuroplatform y jugar con 16 organoides, enviarles estímulos eléctricos y observar sus respuestas.

Por cierto, este tipo de acceso remoto no solo sirve para jugar. Universidades de todo el planeta los están usando para enseñar conceptos de biología, computación alternativa y robótica. Algunos ya están explorando si estos organoides podrían reemplazar pruebas con animales, o incluso ser entrenados para simular enfermedades humanas.

“Un organoide puede olvidar. ¿Y si un día también sufre?”

Ahí es donde el cuento deja de ser una rareza científica y empieza a rozar los bordes difusos de la ética.

El cerebro consume menos que una bombilla LED

Las neuronas vivas, a diferencia de los chips de silicio, no requieren millones de líneas de código ni megavatios de energía. Un cerebro humano, con sus 86 mil millones de neuronas y más de 100 billones de conexiones, solo consume unos 20 vatios. Eso es lo que gastan tres bombillas LED. En cambio, una supercomputadora puede necesitar hasta 40 megavatios. La diferencia es tan grotesca que uno se pregunta por qué seguimos apostando tanto por el silicio cuando la naturaleza nos dio un sistema infinitamente más eficiente… y ya probado por millones de años de evolución.

Pero también: las células necesitan cuidados. Alimento, temperatura, limpieza. Y mueren. No puedes dejar un organoide encendido todo el día y olvidarte. No es como dejar tu computadora en “sleep”. Es un ser vivo, en alguna medida.

La loca idea de vender cerebros en la nube

Y entonces llegó CL1, el primer procesador comercial de Cortical Labs que contiene células cerebrales humanas vivas. Un chip con sistema de alimentación, eliminación de desechos y regulación de fluidos para mantener vivas las neuronas. Todo eso empaquetado en un dispositivo que cuesta unos 35.000 dólares.

¿Aterrador? Puede ser. Pero también fascinante. Porque la verdadera pregunta no es si estas unidades funcionarán. Es si la gente querrá comprarlas. ¿Habrá empresas dispuestas a reemplazar centros de datos por chips vivos que deben ser cuidados como bonsáis?

“Invertir en un cerebro no es tan rentable como parece. Aún.”

Los desafíos técnicos son gigantes. Hacer un prototipo es una cosa. Escalarlo para una línea de producción es otra. Y luego están los inversores, siempre temerosos. Porque esto no es simplemente tecnología avanzada: es biología con wifi.

Un cerebro que olvida, un futuro que recuerda

Uno de los proyectos más intrigantes con organoides cerebrales está centrado en enfermedades neurodegenerativas. ¿Y si pudiéramos observar cómo un organoide olvida? ¿Y si al introducirle una mutación genética relacionada con el Alzheimer, olvida más rápido? ¿Y si esa pérdida de memoria pudiera medirse, probarse, tratarse con nuevos fármacos?

Las implicaciones médicas son enormes. Hoy, desarrollar un medicamento tarda años y cuesta millones. Si los organoides cerebrales pueden acelerar ese proceso, incluso un solo día ganado puede significar millones de dólares… y miles de vidas salvadas.

Como bien dijo un profesor especializado en toxicología, el verdadero potencial no está en reemplazar computadoras, sino en reemplazar modelos animales. Y eso, más allá de lo ético, es simplemente más eficaz. Porque un ratón no tiene Parkinson como un humano. Pero una esfera de neuronas humanas sí puede comportarse como si lo tuviera.

¿Jugamos a ser dioses o solo queremos entendernos?

Hay algo profundamente inquietante en todo esto. Una extraña mezcla de fascinación y miedo. ¿Estamos creando herramientas, o estamos dando vida? Y si es lo segundo, ¿qué tipo de vida?

Hasta ahora, los organoides no tienen conciencia. No piensan. No sueñan. No saben que están vivos. Pero eso decíamos también de algunas inteligencias artificiales no hace tanto. Y si la historia de la ciencia nos ha enseñado algo, es que los límites se cruzan más rápido de lo que nos gusta admitir.

“La ética siempre llega tarde a la fiesta de la ciencia”

¿Es correcto usar tejidos vivos para procesar información? ¿Deberíamos enseñarles cosas a las células si después no podemos asegurarles una existencia digna? ¿Y si algún día, aunque sea un atisbo de conciencia aparece dentro de un chip?

“Una neurona quiere entender el mundo. Igual que tú”

El futuro de la biocomputación aún no está escrito. Pero el presente ya nos obliga a reescribir lo que significa pensar, sentir, aprender. Pong era solo un juego. Pero para un grupo de neuronas flotando sobre un chip, fue la primera experiencia de comprender el mundo.

Y quizá, si miramos bien, también fue nuestro primer paso hacia una forma de inteligencia que no es artificial… ni completamente humana.

¿Estaremos preparados para convivir con cerebros que no nacieron de un cuerpo? ¿O serán ellos los que aprendan a vivir con nosotros?

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